Hay un estilo lúdico en Steve McQueen que me enloquece, además de un aire de indiferencia en sus rasgos apacibles, mientras una mirada metódica descansa en su sonrisa infantil.
Pero no podría ser un perverso; sólo es un chico americano que ama las trepidantes historias sobre ruedas, en torno a un paquete de naipes o del desquicio que impulsa a internarse en una fuga constante. Así podría burlar a los salteadores de ganado o a Lancey Howard, interpretado por el mismísimo Edward G. Robinson.
Y en la reconstrucción de una efigie que venero cada noche liderando mi cabecera nocturna, deleito con atención –aunque escriba estas líneas– The Cincinnati Kid de Norman Jewinson, timón en cintas como The Thomas Crown Affaire, Jesus Christ Superstar, El violinista sobre el tejado y En el corazón de la noche. Y Terence no deja de sonreir.
A diferencia de caras sin mácula, como la faz de Paul Newman, este blondo de ojos azules muestra imperfección con agallas. Y si creímos en su personalidad solitaria en cualquiera de sus personajes, siempre hubo en sus gestos una petición de compasión y apetito de amor cuando perdió la buena suerte en un trascendental juego de cartas y frente a un pequeño bolerito de color. Y también 'the King of Cool' sintió miedo. Hasta cuando estuvo en el reformatorio, por su exacta rebeldía, mucho antes de convertirse en actor.
Prudente, cauteloso, de labios homogéneos y con un carisma que sólo admiradoras como yo podremos percibir hasta el final de los tiempos.
Murió cuando yo tenía 6 años y él, 50 –yo, en el DF y él, en Ciudad Juárez– por un infarto debido a los tratamientos contra el cáncer de pulmón.
Me desarmo cuando sé que habrá una transmisión de sus filmes.
jueves, 23 de abril de 2009
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