He pensando solemnemente comprar un auto. La cosa está imposible cada día en los transportes públicos de esta desordenada ciudad.
La ira ya está a tope cuando bajo el último escalón del microbus que me deja a unos metros de mi casa. Sudorosa, despeinada, hasta manoseada sin y con querer (de los 'tocantes', of course)... Indigno, denigrante... Y esas repugnantes miradas; y eso que no soy la deidad andando. Pero, bueno, eso es lo de menos de lo demás.
Hace unas semanas, tuve que conservar la calma mientras quedé atrapada dos estaciones del metro más allá de mi destino. No pude bajar. Y aunque el convoy era 'exclusivo' de las damas, la opresión es igual de agobiante. Increíble. Si la tercera fue la vencida, fue porque tuve que usar mi huesudo y decidido codo para abrirme paso y que una señito, obstinada por conservar su 'lugar', me dejara salir... el golpe fue seco, sin piedad. Qué frustrante.
Hoy, no estuvo tan peor, aunque un par de escenas comunes, pero no por eso menos preocupantes, confirmaron tomar mis precauciones: debo comer bien para no sufrir un travieso mareillo y usar tacones muy altos para emerger de la muchedumbre y poder respirar.
Sin embargo, las delirantes horas dentro de un coche en un gran aparcamiento en las principales vías urbanas, sin que se pueda abortar la misión, también ha hecho perder la cabeza a uno que otro ciudadano. "¿A qué hora sale el camión (ese que nos lleva y trae de la h. editorial)?", preguntó mi coordinadora, "estoy pensando dejar de usar mi carro y aprovechar el tiempo... leyendo, quizá, pues hago dos horas, cuando debo ocupar máximo 40 minutos para llegar..."
Ni hablar. Seguiré en el viaje. A ver quién puede más...
jueves, 21 de agosto de 2008
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