Me han preguntado si me gustaría ser niña otra vez. No sé qué contestar. Si se tratara de no pensar en otra cosa más que en ir a la escuela, los exámenes, esperar a los Reyes Magos, despedirme de mi hermano mayor antes de dormir recostándome en su cama y vestirme de blanco con moñitos rosas para estar ad doc en un evento especial, lo más probable es que respondería que sí; sin embargo, eso de revivir el momento cuando me confesaron que mi hermanita Hortensia de ocho años había muerto (un año después) y presenciar las constantes riñas por dinero entre mis padres, para después ver a mi amá llorar muy calladita, me hacen dudar en la respuesta.
Pero si se refieren a esa etapa de la vida en la que no hay más obsesión que la del chupón hasta los cuatro años; miedo a dormir con la luz apagada, sola y en silencio (lo he superado), sin olvidarme de ese terror extremo por la Calaca Tilica y Flaca que se transmitía en el canal 5, e inseguridad de no haber estudiado lo suficiente para el examen de mate, por supuesto que respondería que sí.