De arcángeles

Hay seres que no vuelves a ver en tu recochina vida. A los que murieron; en mi caso, a Adrien Brody (bueno, sí, en películas, pus ya qué), y a quienes cayeron como de algún lugar para luego esfumarse.

Se llamaba Gabriel. Cuando yo tenía 13 él, 18. Estudiaba Diseño Gráfico (pa' variar) en la UAM, ya trabajaba y andaba en bicicleta. Moreno, como de 1.80 y tenía los ojos más nobles que un pan. Antes de 'hablarme', ya había merodeado los lugares frecuentes donde nos estacionábamos a comadrear Lizbeth y yo. "¿Me dejas conocerte?", me dijo timidón.
Me esperó un par de veces a la salida de la secu para dejarme a mi casa. Un día hasta me fue a buscar, mi madre lo atendió y casi casi lo corrió. Me dijo con cara de fuchiunplebeyo que qué quería ese 'morenillo' –sabrán que esta dama se caracterizó por ser demasiado selectiva y nada diplomática, diría yo–, se chiveó y ya no volvió a acompañarme a la puerta de mi hogar.
Me dio un Snoopy dibujado en una hoja de papel; aunque me pareció ñoñón, le di el valor merecido pues nadie me había regalado ni siquiera una bolsa de Cazares a la hora del descanso. Era tipo, pero no para mí, mucho menos para alardear con mis amigas de que mi 'pegue' iba más allá de los pubertos chamaquetes. Por eso, cuando me pidió ser su novia, le di cortón y dejó de buscarme.

Qué chistoso, hoy lo recuerdo y me late el corazón.